Una mañana podrías abrir los ojos y, luego del primer café, descubrir que estás en medio de un juego demasiado peligroso para tu pálida y frágil desnudez....

jueves, 28 de noviembre de 2013

LA ANTEPENÚLTIMA CRÓNICA… (PRIMERA PARTE)

Cuando el hombre que investigaba aquellos extraños hechos llegó a la temida conclusión de que éstos eran definitivamente más complicados de lo que al principio pensaba, por primera vez fue consciente del único camino decoroso que le quedaba. Existen ocasiones, varias a la largo de la vida si la buena fortuna acompaña, en que para entender una cosa es menester una segunda cosa que haga juego. Y otras ocasiones en que la aparente y omnipotente dualidad que parece dominar los asuntos del mundo, requiere de una tercera que ayude a la gastada facultad de la comprensión, tan fatalmente atrapada bajo el paso de la coyuntura y la temporalidad.













Presentación en la Escuela de Leyes de la Universidad de Georgetown, Washington.

Existen miles de ejemplos. Uno muy reciente e importante es, fíjense ustedes, el bosón de Higgs, ese ladrillo de casi completa calma y sobriedad tan básico en el modelo estándar de física de partículas, pero a la vez tan voluble, inestable y pasajero. Que más que el tan codiciado “pensamiento de Dios”, es más bien una cosa, una partícula, imaginada por una mente preclara para ayudar a entender el devenir de las demás partículas. ¡Cuánto dramatismo! Un viejo ejercicio radical de intuición y creatividad en el mismo filo de lo posible, propuesto hace años por un físico teórico (Peter Higgs), hombre risueño y actualmente jubilado que se dedica a la lectura de novelas de misterio acompañadas de música clásica en la festiva y bella Edimburgo. La cosa imaginada para entender otras cosas tuvo su viaje desde los hormonados años 60 hacia las tardes húmedas de aquel hombre frente a las chimeneas coronadas con escudos de piedra de la noble Escocia. Hasta la llegada de los prometedores días luminosos en que la más compleja y aterradoramente sofisticada máquina jamás construida entró cual vetusto tren en medio de una pradera a finales del invierno, prometiéndolo todo con la llegada de la primavera, en el desconocido universo subatómico y las más enaltecidas ciencias experimentales. La humanidad lo hizo porque podía hacerlo. El Gran Colisionador de Hadrones es como una catedral a nuestro delirio por lo enigmático, la física, la geometría… Más allá de cualquier aplicación práctica, ese esfuerzo fantástico de 10 000 científicos y 7500 millones de euros era admisible porque era factible. Y ésta es la fórmula, aunque parezca y de hecho se comporte de manera descabellada, para imaginar y hallar las cosas cuyo deslumbrante destino es permitir explicar otras cosas. Sobrehilar por encima y debajo de lo aparente.

Así era el tamaño del dilema del hombre que investigaba. Crear una tercera, cuarta… quinta “entidad” que tendría que ser leída en toda su territorialidad para acceder a su explicación. Y entonces cabría la posibilidad de que alguien, un caminante casual de los distantes lugares donde todo pasó, tal vez entreviera un orden en todo aquello. Pero hacer esto, en todas y cada una de las andadas comarcas del mundo, tiene su precio. A veces investigar algo impide que ese algo llegue al final de su historia. Éste es uno de esos casos.

El hombre que investigaba llegó, o naufragó según se mire, en una tierra de nadie. La que se extiende entre la intuición (que además involucra una pléyade de teorías, hipótesis y experimentos) y la cenagosa demostración, historicidad y lógica de todo lo acontecido. De las terribles fiebres sufridas en tal desierto peligroso se alumbró esta novela. Es decir del choque entre subjetividad y empiria. La escritura del hombre que investigaba vivió la histeria en toda su intensidad, sufrió ese dolor disociativo entre la certeza más que verídica y lo que sabemos pero nos esforzamos por ignorar porque no podemos demostrar. Todavía.














Presentación en la Escuela de Leyes de la Universidad de Georgetown, Washington.

“En el tiempo de la bala y la salamandra” no es una ficción completa. Ni siquiera intenta ser una realidad totalizadora. Es una pequeñísima parte de, parafraseando a Zizek, la realidad de la ficción. La andadura de la obra ha sido extraña y extensa. Fue presentada a un público bellísimamente generoso en París y Madrid. En sesiones tiernas y acogedoras en las entrañables Barcelona y Mallorca. Más tarde el libro cruzó el Océano Atlántico para ir en busca de sus orígenes. Y los encontró en actos colmados de nostalgia en Bogotá, Barrancabermeja y Cartagena de Indias. Durante aquellos días de tregua donde las intimidades de la obra eran expuestas al rojo vivo y una nueva e irrefrenable crónica reclamaba ser contada en el futuro, un periodista, historiador y viejo amigo escribía en la española revista Tiempo: "Hay libros que parecen novelas, pero no son novelas sino relatos exactos. Lo que pasa es que son demasiado feroces […] no es exactamente un reportaje, ni una novela, ni un ensayo, ni un thriller, sino todo eso a la vez: el relato de la inimaginable destrucción democrática de un país asaltado por las multinacionales del petróleo, de la droga… un tiempo en el que la vida vale muy poco y la verdad es un cuento para niños." (Luis Algorri). 

Y así siguió siendo reconocida entre algunas buenas gentes, amigos de esta rara mezcla literaria. Poco tiempo después era acogida en otro acto de la Escuela de Leyes de la Universidad de Georgetown en Washington. Estos dulces y estimulantes viajes ahondaban más y más las sensaciones del hombre que investigaba. La cosa que había escrito para explicar otras cosas manifestaría por mucho tiempo cómo caprichosos y no tan insólitos sucesos, relacionados o imbuidos en ella misma, empezaron a tener una básica y terrible relación con su propia vida. Siempre hay añejos asuntos que por fortuna impiden la llegada del fin de la historia. La realidad de la ficción se haría más y más enigmática… llegando a lo urgente. Escribir ya era un problema de supervivencia. Tal vez era esto a lo que algunos de sus mejores amigos de los últimos años se referían cuando decían soy escritor… Como el querido Ignacio Merino, autor del precioso prólogo de la primera edición.



































Para saber más de lo que estaba ocurriendo en sus páginas peregrinas, ¿el hombre que investigaba debería preguntarse qué es exactamente un escritor? ¿Por qué hacerse esta pregunta? Con seguridad no tenía recorrido para poder responderla… Tan sólo podría dar fiel testimonio de lo que ya quiso exponer Héctor Abad Faciolince hace años en una de sus concurridas conferencias en la Casa de América de Madrid. Algo difuso acerca de los dos caminos, dicen que complementarios, entre asomarse a los inexplorados abismos de su propia subjetividad o buscar y rebuscar en bibliotecas, esquinas y pasadizos hasta encontrar la clave de bóveda que podría abrir la mente de los otros. Para bien o para mal, para la realidad o la ficción. Supongo que para más tarde se dejaría la grave cuestión del prisma histórico o temporal. Enajenarse y escribir deben tener una relación muy íntima, pensó el hombre que investigaba.

Hay cierta sensación de materialidad cuando se escribe sobre algo que le ha ocurrido a alguien. Ésta va aumentando a medida que se reúnen todas las pruebas de los hechos y éstos revelan un orden, a su vez orquestado por algún alma generalmente inconsciente o sin buena idea. Pero esa misma sensación parece reducirse drásticamente cuando la historia escrita aparentemente proviene de esos extraños túneles que se abren entre el Superyó, el Yo y el Ello. La frontera entre lo que ocurrió en esta realidad que hemos aceptado y lo que viene del interior, de algún recoveco bajo el pelo y tras la frente y los ojos es algo sagrado en nuestra cosmovisión. Una cuestión harto complicada, ya que en ocasiones esas entidades inventadas y, de alguna forma, reflejadas en las páginas del escritor tienen personalidad entera. Dolores y placeres. En todas y cada una de las ocasiones (o casi) en que esa frontera ha sido violentada, todo parece conspirar para mostrar un ataque a otra de las cuestiones que tenemos por sagradas: la cordura. Mas sin embargo, los fastuosos pliegues de esta linde esconden secretos sobre el regreso a la vida de los que respiraron en el pasado y la vitalidad pasajera de los que jamás han existido a este lado de la realidad. La cosa escrita para explicar otras cosas se comportó desde el principio de forma altanera y excéntrica. En sus páginas pálidas han devenido asuntos cuyo origen está en cada una de las puntas de los dos caminos: Desde la mente de alguien que recuerda una historia, cuyas pruebas han sido encontradas y contrastadas por el hombre que investigaba. Y desde la imaginación de éste.















Pobre hombre que investigaba, a pesar de ser sólo el extraño escriba de estas crónicas sangrientas, no logró sustraerse a la seducción de los ángeles vengadores de su subjetividad. No pudo evitar interpretar y simbolizar para volver a contarlo todo desde una psiquis reconstruida para la víctima. Lo tuvo claro desde la primera línea: había que hacerlo soportable, y para esto tendría que explicar lo que en profundidad sólo representaba la patológica irracionalidad humana. Después de todo, siempre se trató no de alterar los hechos, sino de darles una nueva perspectiva. Y aunque no fuera así, ¿cómo puede decirse que lo que ha pasado sólo en la imaginación de alguien, efectivamente no ha pasado en algún lugar? ¿Es que la increíble complejidad de la psiquis es un tapiz ajeno, sin espacio y tiempo propio? ¿Podría ser posible decir que lo que llamamos ficción ha llegado a ocurrir efectivamente, ya que se dio en una mente activa, como la del escritor ocupando un lugar dentro de nuestro espacio tiempo? La realidad de la ficción se halla parcialmente en estas preguntas, y está marcada a fuego por seres materializados (aunque sea literariamente) mediante el peso de nuestra fantasía luchando contra la brutalidad de la propia existencia humana.















No debería olvidarse que tuvimos edades antiguas donde una imaginación poblada de seres sobrenaturales y fantásticos incursionaba impunemente en la terrenalidad, provocando unos efectos tan verídicos como los que puede experimentar alguien huyendo de un felino hambriento por una jungla en una noche sin luna. La cosa escrita para explicar otras cosas, ciertamente bebió de la imaginación del autor (o más bien de sus interpretaciones simbólicas) y se mezcló con algo pasado a este lado de la realidad. ¿Cómo se tomó el hombre que investigaba tales licencias? Hay dos razones: En primer lugar por la cordura. Y en segundo lugar, como se decía al principio, era factible porque era posible. La cordura de lo posible es sólo un conjunto de palabras, que separadas muestran lo inconexo de la vida… el caos de quietud en una pesadilla donde se vive la muerte propia, pero que escritas en su orden correcto permiten pronunciar el sortilegio que trae sentido, mágico incluso, a unas existencias que de lo contrario llorarían de nada y por nada. La cordura de lo posible no es que evite el llanto, pero sí le da sabor, aroma y color a una lluvia de ojos que pronto se convertirá en tinta.

Un telescopio enfocado a las estrellas durante solitarias noches castellanas en pleno verano, le hizo pensar al hombre que investigaba en la necesidad de más de un tiempo para contribuir (con modestia y sin prejuicios disfrazados de humildad) a explicar con fascinación y creatividad (más coherencia) el verdadero tamaño de los asuntos que los humanos nos traemos con tan malas maneras con el mundo. Fue así como se llegó al tiempo de la bala y al tiempo de la salamandra. Una manera de decir, como argumentara sobrecogido el autor de “El olvido que seremos”: lo real es inimaginable.
           
Continuará…