Una mañana podrías abrir los ojos y, luego del primer café, descubrir que estás en medio de un juego demasiado peligroso para tu pálida y frágil desnudez....

lunes, 21 de abril de 2014

RECORDAR PARA PODER CONTAR…

Por Vladimir Carrillo Rozo .·.

Gabriel García Márquez despertó en mí una gran fascinación desde muy joven. Fue gracias, sobre todo, a una profesora de literatura que tuviera en uno de los varios colegios por donde pasé antes de irme de Colombia para no volver a vivir allí jamás… hasta ahora.

Aquella mujer luminosa y extraña nos impuso, como por asalto, la lectura de la que conocemos como piedra angular de la obra macondiana: Cien años de soledad. Sin embargo, una cadena de nebulosos acontecimientos se interpuso entre mis ojos y esas preciosas páginas. Al final del trimestre no fui capaz de afrontar su lectura. Pero la razón verdadera estaba en las condiciones inapelables que tenían que afrontar y acompañar la lectura del nobel de literatura. La profe, no he podido recordar su nombre a pesar del rato que llevo escudriñando estas nubes de la mañana, que desde muy temprano descargan agua sobre la siempre sedienta ciudad de Madrid; se ocupó con ternura dilatada y autoridad totalmente pasajera a explicarnos lo más importante: debíamos crear con dedicación nuestro único e íntimo ritual…

Un ritual para empezar, hacer y terminar la lectura de autores que eran capaces de penetrar en lo más profundo de la existencia. Un especial y personal matiz para leer (siempre se ha tratado de leer) a aquellos y aquellas que exponían la vivencia del mundo como si fuera un cuento enorme (¿acaso kafkiano?), alumbrado… parido, crecido. Regado de miradas e interpretaciones, en ocasiones disparado y ejecutado, puesto al revés. Pero siempre un mundo eróticamente anclado en una de las cosas que nos es más preciada: la narración… la crónica.

...debíamos crear con dedicación nuestro único e íntimo ritual… Un ritual para empezar, hacer y terminar la lectura...  

Y como en un preludio de los años que vendrían, esa ya remota mujer preclara intentaba explicarnos (a una tormenta asustada de hormonas chocando entre sí) cómo no sólo era importante la lectura de la obra; no olvidaré jamás la vehemencia que acompañó su clase, cuando exponía un misterio que muchos no comprenderíamos hasta años (o meses) después. Además de la obra con toda su carga de simbolismo, emoción y humana intensidad (un sentido de lo grandioso bien mezclado con lo mas pueril, pero también sazonado con la nostalgia de la fiesta que no acaba de empezar… y que no acaba de terminar); estaba la atmósfera en que ésta es leída. Con lo que toda la lectura quedará siempre impresa, manchada y moteada en la memoria del desvalido e impertinente lector por las especiales condiciones, la atmósfera, en que la obra fue recorrida por sus manos y ojos.

Y aquello fue un preludio de la vida y la madurez por una razón con una sencillez y profundidad abrumadoras, que el mismo Gabriel García Márquez expusiera con estas palabras: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.”. Fue así como finalmente lo comprendí. No podía abordarse la lectura de cualquier forma, como no se prepara una cena romántica, unas vacaciones inolvidables o no se hace el amor de cualquier manera… y con esto no estoy excluyendo las gracias otorgadas por lo inesperado y lo incalculable. No, había que hacerse su ritual, aunque éste fueran tan sólo los segundos ocupados por un suspiro entre el ruido y un sollozo del alma. Porque la obra se pensará también por cómo, dónde y cuándo es leída. Mi vieja profe de literatura sabía, debía intuirlo como el herrero ante el metal fundido, que Cien años de soledad se convertiría en ciento cuarenta y tres años de soledad cuando sus estudiantes sumaran la novela al acervo de sus vidas. Y en años venideros la recordaran en total contraste con aquel momento irrepetible de sus vidas, bajo las mañanas frías de la Bogotá más cruda y melancólica. La gran novela como punto simbólico en  la memoria, un camino que ha de recordarse de una manera o de otra… he aquí una de las más bellas manifestaciones de la libertad. La de poder contar nuestra historia más personal, la de cada uno, como a cada quien le dé la reverenda gana.






















Julio Cortázar disfrazado de vampiro junto a Gabriel García Márquez.

Fue ésta la razón por la que no leí la obra hasta el final de aquel año. No logré crear mi ritual, no podía matizar esos momentos. Aunque todo cambió, precisamente, gracias a otra novela de Gabo.  Pasado el trimestre en medio de fatales conflictos, no diría que propios de aquellos años pero sí básicos del país en el que habíamos nacido, emprendí un viaje por carretera hacia la ciudad de Santa Marta, un precioso enclave en el Caribe. Para acompañarme elegí, por supuesto por consejo de mi profe de literatura, la reciente novela de nuestro nobel Del amor y otros demonios. No tenía mucha confianza en que hallaría tiempo y ánimo para leerla, sólo podía pensar en esas maravillosas playas lejanas e irrepetibles paisajes naturales. Pero cuando el bus arrancó cayó sobre la ciudad un aguacero que sólo invitaba a hundirse bajo el abrigo para reflexionar, puede que sólo acompañado de un chocolate caliente con clavos y canela. Me encontraba en pleno proceso de tomar una decisión importante para los comienzos de mi vida adulta: En poco tiempo me iría de casa de mis padres, me marcharía incluso del país. Con la cabeza un poco cansada de dar vueltas sobre mi posible destino, abrí mi mochila para sacar una  botella de plástico y beber un poco de agua, entonces me topé con el libro. Todavía tenía el precio, no hacía ni un día que lo había comprado en una Librería Panamericana cercana a mi casa.

Lo abrí. ¿Unos minutos de reflexión franca pueden ser el ritual para empezar una buena lectura? No creía que pudiera leer mucho a causa de los movimientos del bus, que amenazaban con la llegada de un mareo en cualquier momento. Pero no fue así. Desde la primera página la novela capturó mi atención de una forma definitiva. No pude soltar el libro ni un solo momento durante el tortuoso trayecto por tierra hasta la visión de las primeras aguas azules del Caribe. El ritual, además, fue acompañado por mi voluntad afanosa de seguir leyendo la historia breve de Sierva María de todos los Ángeles, pero también por la demoledora realidad de aquellas tierras donde el universo macondiano hunde sus raíces.

Tardamos más de 24 horas en llegar. Habiendo dejado atrás las alturas frías de las montañas andinas, aquel camión para pasajeros entró de lleno en la llanura atlántica. Pero justo al entrar en territorio del añejo Departamento del Magdalena, uno de los originales estados soberanos que conformaran los Estados Unidos de Colombia en la Constitución de 1863, la crecida memorable de un río destruyó algunos puentes. Varios kilómetros antes de pasar por Aracataca, la población insólita y sorprendida que viera nacer a Gabriel García Márquez el 6 de marzo de 1927. Pasamos varias horas en medio de la noche cerrada, aunque no muy lejos se podía ver el azote de una gigantesca tormenta eléctrica que en ningún momento tuvo intención de apaciguar el calor. El conductor, un moreno que parecía estar acostumbrado a las vicisitudes y riesgos de aventurarse por esas carreteras cenagosas, encendía el aire acondicionado cada poco rato. Pero en cuanto lo apagaba el calor se hacía asfixiante a los pocos minutos, así que debíamos abrir las ventanillas. Aunque entonces se conjugaban dos cosas de una manera un tanto perturbadora: Eran plenamente visibles los  rayos de la tormenta, ocupando por menos de un segundo todo el cielo en miles de ramificaciones caprichosas y cargando el aire con su electricidad anónima. Y al mismo tiempo un verdadero enjambre de mosquitos empezaba a entrar dentro del bus. Con todo no apagué mi pequeñísima lucecita de lectura ni un solo momento. Seguí leyendo hasta el amanecer, y mágicamente llegué a la última página en el exacto momento en que arribamos al mar. Al deseado y anhelado Mar Caribe.

Desde entonces y creo que para siempre, las letras salidas de la pluma de Gabo, la intención cierta de sus manos sobre el teclado, me han transportado a toda clase de sensaciones sobre viajes en medio de tierras maravillosas y terribles, con soles y tormentas inolvidables. Lugares donde la tragedia se teje con la ternura. Y el júbilo, puede que con la victoria de una derrota que nadie ha presenciado o con la memoria triunfante pugnando por ser narrada. En cualquier caso, le debo esto. Saber que pasados los viajes guardados por las lecturas más bellas, vigilados por las tormentas y los seres más esclarecedores, lo que pasa a ser importante en verdad es cómo he de recordar. Y más importante aún, sabemos gracias a maestros como el autor de Cien años de soledad, El general en su laberinto, Noticia de un secuestro… (entre muchos otros), que tenemos plena libertad para decidir cómo hemos de contar o escribir la crónica de nuestros recuerdos. 

Gracias y hasta siempre…